aseó su discurso por la épica kirchnerista, comparó a
su marido con Belgrano y San Martín, cantó la marcha de la Juventud
Peronista de los años 70, se entretuvo en las desgracias de la poscrisis
de 2003 y sólo entonces recaló en los 51 muertos de hace cinco días.
Hacía mucho que Cristina Kirchner no lloraba en público.
Ayer volvió a quebrarse delante de un micrófono. Fue evidente que sintió
el impacto político que pegó en su gobierno por la tragedia del
ferrocarril Sarmiento, que se estrelló en Once el miércoles pasado. Sin
embargo, habló con palabras medidas, definió la muerte como puede
hacerlo alguien entusiasmado por la literatura, pero no se hizo cargo de
nada.
La responsabilidad de todo es de la tarjeta SUBE, cuya
enrevesada y extravagante historia parece ser, en el discurso
presidencial, culpa de un capricho de la naturaleza. Si hace tres años
que ella viene luchando para que esa tarjeta suplantara los
multimillonarios subsidios a empresarios del transporte, como insinuó
sin decirlo, ¿por qué no relevó antes a todos los funcionarios
responsables? ¿La devastación, la muerte y la mutilación de Once,
largamente anunciadas, son ahora, acaso, culpa exclusiva de las
increíbles demoras en la distribución de la tarjeta SUBE?
Echó mano a su retórica más encendida y enojada cuando se
refirió a la Justicia. Después de casi diez años de gobierno
kirchnerista, y de las decisiones que se tomaron para controlarla, la
Justicia que hay es la Justicia que quiso el kirchnerismo. Sucede que la
Presidenta no hará nada antes de que exista un peritaje o una
definición de la Justicia.
Podría haber hecho otras cosas. Le habría bastado leer el
último informe de la Auditoría General de la Nación sobre el estado de
los trenes, que data de 2008, para rescindir el contrato de concesión
sin pagarles indemnización a los hermanos Cirigliano, dueños de la
empresa que administra el Sarmiento. Podría haber pedido el nuevo
informe que ya está hecho y que será tratado mañana por el directorio de
la Auditoría. Es tan lapidario como el de hace tres años y como el de
otros más viejos aún.
Repartió las culpas sin mojarse en las responsabilidades.
Los Cirigliano están terminados, si se escucharon bien las palabras
presidenciales, pero ellos fueron los amigos dilectos del poder desde
Menem hasta los Kirchner. Es probable que también Juan Pablo Schiavi, el
secretario de Transporte, haya encontrado un mal final para su corta y
zigzagueante vida política. Más que el peritaje de la Justicia, es
conveniente esperar que la Justicia no homologue ese mezquino relato del
kirchnerismo. La responsabilidad política es mucho más grande que la
que les cabe a un simple secretario de Estado o a empresarios largamente
conocidos por su voracidad y su incapacidad.
Nunca un contraste fue más nítido que el de la tarde de
ayer. Un par de horas antes del discurso de Cristina Kirchner, los
padres de Lucas Menghini Rey calificaron de "vil y canalla" un documento
de la ministra de Seguridad, Nilda Garré, a la que llamaron por su
nombre, y señalaron que la tragedia no fue un accidente, sino un
"desastre previsible". Cristina trató luego como pudo, y pudo poco, de
acercarse a ellos desde la distancia, mientras recordaba que el padre de
Lucas trabaja en Canal 7. Tarde y mal. Nunca hizo una autocrítica del
Estado, que demoró casi 40 horas en encontrar un cuerpo sin vida en una
formación de apenas ocho vagones. La dura crítica de los padres llegó
hasta lugares sociales más profundos que el discurso presidencial.
La Presidenta pareció, por momentos, una vecina ofendida
por las ineptitudes del Estado. La tarjeta SUBE es un desastre. La
Justicia es remolona. Los empresarios del transporte son peores que los
cuervos o los buitres. Son las cosas que dice la gente común cuando se
queja de las desdichas de la vida cotidiana. Faltó ayer la jefa del
Estado que gobierna o cogobierna desde hace casi una década. Por primera
vez, eso sí, debió explicar por qué faltó otra vez a la cita con el
dolor. Su reclusión en El Calafate fue, cómo no, una decisión magnánima,
la de alguien que no quiere sacar provecho de la muerte. Las familias
de los muertos esperaban, no obstante, su consuelo en el momento
oportuno; esa misión, difícil sin duda, forma parte de su salario.
El resto del discurso lo dedicó a sus últimas obsesiones.
Levantar la disputa con Gran Bretaña por las islas Malvinas, que tiene
poco eco en una opinión pública preocupada por cuestiones más próximas y
cotidianas. La querella con YPF, empresa a la que culpa de la
importación de combustible por un monto de 10.000 millones de dólares
anuales. Ninguna desventura es consecuencia, aun las más previsibles, de
políticas oficiales. Nada. Los Kirchner diseñaron una política
energética cuando llegaron, pero la culpa siempre es ajena. La
naturaleza parece ensañarse con ella, que es la que toma todas las
decisiones políticas desde hace cinco años.
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Joaquin Morales Sola
Fuente: La Nacion