lunes, 11 de julio de 2011

Recuerdos de infancia y tren

El ferrocarril marcó la infancia del autor de este texto, del que publicamos algunos párrafos, a modo de homenaje a una actividad que impulsó la economía de la ciudad y sigue esperando volver a rodar.



Cómo extraño el ferrocarril, cómo extraño mis años infantiles, recorrer la Estación Mitre en el sur de la ciudad. Como extraño mi barrio sur, mis calles queridas, Bv. Zavalla, la Gral. López angosta, la Av. Freyre con las tipas. La barra unida de mocosos de 11,12,13 años, jugábamos en todo el territorio ferroviario. Para nosotros era la gloria, en verano e invierno, no hacíamos diferencia, y mejor en vacaciones.
Éramos los dueños del lugar, no teníamos policías, guardas o funcionario alguno que nos pusiera trabas. Desde manejar las zorras estacionadas en vías muertas por escasos 20 ó 30 metros, que nos parecían miles de kilómetros, hasta colaborar, ayudar, hacer servicios a los empleados ferroviarios: cuando veíamos la máquina sobre la plataforma (me he olvidado el nombre que tan bien sabía) que giraba 180 grados para ponerla en posición de salida, y dos ferroviarios comenzaban a empujar para girar, nos prendíamos los 4 o 5 para ayudar. Obviamente terminábamos nosotros el trabajo entre las sonrisas de aquellos que, con palabras de aliento, hacían que su trabajo fuese menos pesado. -Van a sacar músculos, chicos-, decían, y nosotros empujábamos más. No obstante el esfuerzo era al principio, luego prácticamente corría sola. Que nosotros solos seamos capaces de dar vuelta semejante máquina era sublime. Jugábamos a policías y ladrones, por supuesto ninguno de nosotros hacía de ladrón, éramos todos policías, detectives, y había que elegir algún personaje o individuo que aparecía por allí haciendo algo distinto a lo habitual para seguirlo e imaginar qué tipo de espía sería. Subir a los trenes de pasajeros vacíos y a los de carga.
Ver todo el movimiento; empujar, en las tardes de andenes vacíos, las carretillas de madera con esas ruedas de goma donde dos empujaban y dos iban arriba transformándose la carretilla en una monumental goleta o galeón. Aquellas carretillas eran muy grandes, de madera en listones y tenían una forma de V donde el eje pivoteaba como una balanza. Subir a la gran cabina del cambista de señales en las tardes invernales y lluviosas, compartir su soledad, sus mates y sus bizcochos que nosotros le comprábamos (...) Esos bizcochos y esos mates, (al cual no estábamos acostumbrados, pero igual tomábamos “para no despreciar”) eran el aperitivo de nuestra leche de las 5 o 6 de la tarde, que era rigurosa. El horario dependía de cómo estaba el juego, porque si no, tirones de orejas, pero luego recompensada por las tazas de chocolate, café o mate cocido con leche, pan, manteca y dulce de leche. Y tomábamos todos juntos, una vez en mi casa, otra vez en otras vecinas. Vuelvo a la casilla del cambista, nos enseñaba las señales, y la importancia de su trabajo, indicar el cambio de posición de las vías. Hasta nos dejaba -bajo su dirección- mover las grandes palancas apretando el dispositivo de destrabe para moverlas. Desde la cabina vidriada por los cuatro costados veíamos como se movían las señales y el cambista de tierra movía los contrapesos que modificaban el recorrido de las vías.
Cuando llovía, nos embozábamos en capas impermeables, yo tenía un “piloto” encerado que me llegaba hasta los tobillos, y fue herencia de un tío al que le quedó chico, era realmente un impermeable digno de Humprey Bogart, tenía cruzamientos por todos lados y esclavina. A mi también un día me quedó chico. También un día lo regalé, uno de lluvia a un niño que pedía y estaba empapado, ese día tomó la leche en casa y se llevó el “piloto”; tal vez no le dio el uso que yo le diera. Cuando el niño se alejó, vi como se llevaba una parte de mi infancia. Las aventuras no terminaban en la estación sino que continuaba más allá. Caminar por la vía, mirando hacia atrás cada tanto ya que había tránsito seguido, cruzar el puente ferroviario a pie o colgado del tren tanto de pasajeros como de carga y llegar a Santo Tomé, quedarnos en la playa (hoy balneario) bajo los sauces y en la arena (...). Caminar por la vía tenía otro sabor, era el llamado de las “señoras que trabajan” a los más altos y robustos. “¿Querés pasar pibe” Para vos $ 5”, y nosotros decíamos cortésmente: “no señora, gracias”, y seguíamos caminando. Decíamos que no a ellas pero sí a un picado de fútbol con sus hijos y los chicos del lugar. No había diferencia entre los más menos blancos del centro o más o menos bien vestidos, si por bien vestidos era un pantalón sin roturas y un par de zapatillas Pampero sin agujeros, nos conocíamos de nombre (...). Desde la alta cabina mirábamos el continuo tránsito y la gran cantidad de vías, los constantes movimientos de personas.
Llegaban trenes de pasajeros al mediodía y a la noche, algunos pasajeros se hospedaban en los hoteles de la zona, otros comían en los restaurantes o fondas. Había pocos taxis, y seguramente los usaban los que tenían dinero. Frente a la puerta de la Estación Mitre pasaba el tranvía 1 (los tranvías se identificaban en su número con un color distinto, el 1 era rojo). Con sus valijas, muchos ascendían a él. La gente iba desapareciendo hasta no quedar nadie, por unas horas el lugar era nuestro. También llegaban los “cochemotores” diesel, brillantes, plateados, parecían una bala, más pequeños, creíamos que también eran muchos más veloces. Los recorríamos por dentro, asientos tapizados, y nos sentábamos en el salón comedor (...). Un día nos enteramos de que ya no habría trenes de pasajeros, y a nuestra edad lo sentimos mucho, por nosotros y por los comentarios de los dueños de comedores y hoteles. De pronto, todo cambió, no había mas pasajeros ni vagones de pasajeros ni movimiento y también nuestra edad había cambiado. En el silencio de la noche ya no escuchaba el traqueteo ni el silbato de las locomotoras, ese silbato que nos hacía imaginar el misterio de su destino.
El tren siguió existiendo. Para pagarme los estudios secundarios, trabajaba medio día en una empresa de transporte que habitualmente cargaba y descargaba en el ferrocarril; el amor continuaba. Esta vez iba para el otro lado de la ciudad, al norte, a la Estación Belgrano, más grande y con más movimiento de carga y pasajeros. El Mitre fue muriendo poco a poco y también la zona. La ciudad estaba cruzada por vías, playas de maniobras en el puerto, talleres en el sur y norte. Era común andar por las avenidas y calles y ver cortado el tránsito por el paso de los trenes. Mi conductor protestaba por ello, yo miraba cada rueda y sentía el movimiento de cada vagón. Un día llegó un presidente del país que vendió (o regaló) los ferrocarriles, mis locomotoras, mis vagones y amigos ferroviarios. Mis estaciones no existen o están derruidas, saqueadas, violadas, no existen los talleres del centro y el norte, muchas ciudades son fantasmas. 45.000 km de vías.
Leer los libros de geografía económica de los años de mi niñez era un placer, Argentina siempre arriba en las estadísticas, también en ferrocarriles. No cruzan ya la ciudad (estaría contento mi conductor del camión). Yo cambiaría quedar parado en un paso a nivel y ver pasar nuevamente los vagones con su ritmo afinado y unísono. No tengo más mis máquinas, me las robaron, y no hice nada por evitarlo.

Fuente: El Litoral

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