Ibicuy, un pueblo que vivió del ferrocarril, ahora cuenta con un depósito de maquinaria que pronto saldrá a remate
Lunes 04 de octubre de 1999 | Publicado en edición impresa
La vieja estación Holt, ahora destruida y olvidada. / Pilar BusteloVer más fotos
IBICUY, Entre Ríos.-
Sólo el viejo vagón de pago para el personal del ferrocarril está intacto en la entrada del pueblo, recordando a los visitantes que alguna vez por aquí el tren lo fue todo.
Ya nadie pasa a cobrar su mensualidad en el coche de madera blanca y techo de chapa verde, porque allí adentro, sobre un pupitre, los recibos de sueldo fueron suplantados por folletos que informan sobre las bondades turísticas de esta zona, rodeada por los ríos Paranacito y Paraná Guazú.
Hace mucho tiempo que Ibicuy, un poblado ubicado a 150 kilómetros de la Capital, dejó de lado su tradición ferroviaria y tuvo que acostumbrarse, como ningún otro, a vivir del río, de los campos bajos y del turismo.
Lo hizo y lo hace sin muchas ganas, recordando el silbato del tren de las tres de la madrugada. Aquel sonido que en las noches interrumpía alegremente el sueño y sonaba como música, al igual que las claves que repicaban en el telégrafo de la estación Holt.
Es que así se llama la terminal que fue la cabecera de riel más importante de la Mesopotamia.
Pero ya no están el telegrafista, los cambistas ni los señaleros. Un sauce, solo, con sus ramas hacia abajo, parece más llorón que nunca. Aunque al menos es el único que le arrima sombra al "camposanto de los ferrocarriles", porque en eso es en lo que se ha convertido la estación Holt: un cementerio de trenes, vagones, rieles y chatarra que pronto serán reducidos en una subasta que los llevará definitivamente al olvido.
De Lacroze a Posadas
La historia cuenta que por estas vías de trocha media corrió, desde Federico Lacroze hasta Posadas, el Ferrocarril Urquiza con trenes completos de pasajeros y con coches de primera, comedor y camarotes.
Que las viejas locomotoras de vapor pasaban resoplando y echando chispas después de "detenerse a tomar agua".
Que a partir de los 60, con las locomotoras diesel, la playa carbonera de Holt fue sustituida por una playa de chatarras y que, en 1996, después de cuatro años de que se hiciera cargo del ramal Ferrocarriles Mesopotámicos, la estación quedó convertida en un lugar de paso para los trenes cargueros (principalmente de eucaliptos) y desguace para los viejos fierros desperdigados por todo el trayecto.
Por aquellos tiempos, eran 1000 los empleados del ferrocarril, es decir, casi todo el pueblo. Hoy, queda uno solo, Lorenzo Antonio Borro, quien el 12 de julio de 1957, como él dice, "entré cebando mate".
Borro conoce todo y pasa de la tristeza a la emoción recordando sus años de practicante, mensajero, peón, cambista, telegrafista, dependiente de primera, auxiliar, encargado de cargas y jefe de almacenes.
Lorenzo sale de su oficina, una construcción de más de 120 años. "¡Ah!, los ingleses no eran zonzos para construir", comenta admirado, y agrega mientras camina entre hierros, saltando rieles, pisando durmientes y eludiendo espinillos:"Eramos todos uno solo y aquí se trabajaba las 24 horas. Si me hubieran contado que esto iba a quedar así, yo no lo creía".
Un número como epitafio
Como epitafio están pintados en los fierros los números de cada lote que pronto saldrá a subasta.
El cementerio muestra unas carretillas tijera de madera para llevar equipajes, marcos de hierro de coches de pasajeros accidentados, una gran montaña de baterías de vagones de pasajeros y pilas de viruta de acero.
Más allá, hay dos vagones jaula y cuatro de borde bajo. Arrumbados y oxidados quedan los restos de una locomotora diesel de marca Fiat, aquellas de frente redondo, que se completaba con pasajeros tras el gran motor (lote 7338).
Los bogeys de otros coches cercan un vagón de segunda clase, bien antiguo, todo de madera con sus pares de ruedas montadas. Está casi destruido.
"Ese ya vino así, después de tanto andar, ¡pobre gaucho!", dice Borro como si el vagón tuviese alma. "En una de ésas lo mantienen y lo donan para una escuela. Así pasó con el vagón de pago, que hoy es oficina de turismo, al que entregué con 101 años, porque hoy tiene 115. Peleamos para que se quedara en el pueblo y no fuera al Museo Ferroviario. Es que este pueblo es netamente ferroviario, ¿por qué se lo iban a llevar de aquí?", se pregunta.
Borro, el memorioso
Borro sigue caminando entre el cementerio, con la compañía de Nacha, una perra. Cuenta que había seis ferries para que las formaciones cruzaran hacia Buenos Aires.
"Los trenes llegaban a rolete, traían cereal, ganado, cítricos y encomiendas. ¡Cómo se extraña todo aquel trabajo!", se lamenta.
Y fue el trabajo en Holt una de las razones de su vida, por la que abandonó Gualeguay.
Fueron 42 años en el ferrocarril, de los cuales solo faltó 38 días: 13 por licencia de casamiento y 25 por enfermedad.
Aclara que, como sucede en muchos pueblos, las estaciones suelen tener un nombre distinto del de la localidad. "Aquí fue porque vino a levantarla un tal mister Holt" Y Lorenzo Borro se pierde entre los hierros, como si fuera un capataz de estancia abandonada que sigue bordeando los alambres por más que estén algo caídos.
Es que jamás se sentiría un sepulturero, porque no hubiera enterrado lo que más quiere. Aunque hoy le toque cuidar un cementerio de trenes.
Fuente: La Nacion
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