Lo tenía casi olvidado, pero al llegar a esta altura de mi vida no creo
que sea acertado olvidar esas cosas. Impiden comparar correctamente, y
si no se compara correctamente se desproporciona todo. Y uno ha tenido
ya demasiados desbarajustes personales para permitir que por desidia le
surjan más problemas.
Por eso sufre tanto la gente.
Bueno, no tan solo
por eso, pero para no desviarme, mejor continúo con el tema. Quería
contarles del tren de palo, como lo llamábamos entonces. Tres viejos
vagones arrastrados por la vieja locomotora de vapor alimentada a leña,
que todas las tardes hacía el recorrido desde la Ciudad de Concepción
hasta la Villa de La Cocha, al sur de la provincia de Tucumán. Con el
vagón de encomiendas donde viajaba el guarda y a veces también nosotros
cuando el tren iba demasiado lleno, seguido por el coche de Primera
clase, con asientos acolchados y giratorios, que permitían estar siempre
en dirección de la marcha.
Y luego, como desganado y lleno de tierra,
el coche de Segunda. Por ser el último, no sólo era el más viejo y
descuidado, sino que recibía el impacto de la polvareda que el tren iba
levantando a su paso, que salía como un embudo de tierra desde la
locomotora hasta cubrir todo. El tren no sólo era de palo por la leña
que consumía la locomotora, sino también porque los asientos del coche
de Segunda eran de madera, largos, duros, construidos con listones de
madera lustrosa, separadas entre sí, y que ni aún la gruesa campera que
ponía bajo mis asentaderas lograba hacerlos confortables.
Eso sí, habría
que reconocer que los largos asientos que eran para tres pasajeros no
parecían tan calientes en verano, y que, acomodándose, uno podía dormir
una buena siesta estirado sobre ellos. Claro que con el atento cuidado
de que las chispas que entraban por las ventanillas, entreveradas con la
tierra, no quemaran la ropa. El tren andaba tan lento que cuando
trepaba la cuesta desde el río Marapa hacia Sacrificio, y las banquinas
se ponía más parejas, con Pedro, mi compañero de estudios y también de
viaje, nos bajámos y caminábamos fácilmente a la par, saludando con
bromas a los pasajeros que se asomaban por las ventanillas. Pero un día
en que la plaga de langostas oscurecía el cielo, en la subida, el tren
patinaba tanto que amenazaba retroceder hacia el río, allí abajo, y con
Pedro comenzamos a echar ripio sobre las vías para que se afirmara. Así
el tren pudo seguir su avance, resoplando su chucu chucu-chucu chucu y
no el chu chu chu acelerado de los pistones cuando patinaba sobre la
oleosa pasta de langostas, aplastadas sin piedad por las negras y anchas
llantas de hierro de la locomotora. Los pasajeros lo festejaron, quizá
porque temieron el peligro, o simplemente porque contribuimos a que
pudieran llegar temprano a las casas, como antes se decía, y aunque
adolescentes, la tarea nos hizo sentir importantes.
Con Pedro
estudiábamos en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda de Aguilares, y
todos los días viajábamos los cincuenta Kilómetros desde La Cocha.
Cuarenta y nueve, según indicaban los carteles. De ida, muy temprano, en
el coche motor diesel, y de regreso a casa en aquel viejo tren de palo.
Con ese humor tan oportuno de la gente para entretener su hastío, las
sucesivas estaciones del trayecto, eran nombradas como "El jardín de
Alá", "Viñas de ira", "Sacrificio" y "Lo que el viento se llevó",
inspiradas en títulos de películas. "El jardín de Alá", Aguilares, por
que reflejaba la ascendencia de la numerosa colectividad árabe que allí
residía. Aparte de ser la población más grande del tramo ostentaba el
título de "ciudad" y en ella funcionaba el Colegio Nacional donde, con
Pedro, cursábamos nuestro cuarto año. Su rector, don Nabor Córdoba, era
el autor de la conocida zamba "La añera". "Viñas de ira", Villa Alberdi,
porque describía con su nombre el violento historial del pueblo de
ingenio, la crueldad del trato con que "La montada", policía de a
caballo de esa época, atemorizaba y reprimía a los obreros y peladores
de caña que se retobaban, y también las trifulcas políticas entre un
alcalde y un comisario, que en muchas ocasiones terminaban a tiro
limpio, plaza de por medio. "Sacrificio", nombre antiguo que hasta hace
poco se alcanzaba a leer sobre el verde desvaído del alero del techo de
la pequeña estación ferrocarrilera, nombre real de la estación de lo que
es ahora Domingo Millán, pero que describía el tramo más peligroso del
trayecto: la empinada subida de la cuesta sobre las barrancas del río
Marapa, anunciando también el tramo más largo, difícil y estéril del
recorrido.
Antes de llegar a "El último suspiro", Huasa Pampa Norte, la
penúltima estación distante a sólo siete kilómetros del final del
trayecto, había que trepar las barrancas del río San Ignacio, con su
cauce casi siempre seco, pero la pronunciada trepada se sentía casi como
un alivio. Era una pequeña comunidad integrada por el edificio
principal de la estación, ocupado por la boletería y la oficina y
vivienda del jefe de estación, con un tinglado que servía de refugio
para los pocos pasajeros y sólo dos o tres casas dispersas donde vivían
los empleados y algunos lugareños. Y por fin, después de la amplia curva
y pasando el cementerio, aparecía "Lo que el viento se llevó", La
Cocha, con sus calles polvorientas y su gente siempre atenta al arribo
de los trenes y de los ómnibus que partían a Catamarca, como si de ellos
dependieran sus tiempos. La pequeña ciudad perdida donde terminaban las
vías, reflejaba para esa época la tremenda distancia de los 120
kilómetros que la separaban de Tucumán, la capital de la provincia.
Quizás ustedes no recuerden los sulkys que se estacionaban a la orilla
de las estaciones para llevar a la gente a sus ranchos por los caminos
polvorientos. Quizás recuerden las carretas tiradas con bueyes y
cargadas de caña, los caminos de ripio, serruchados por las lluvias y el
tránsito de las duras ruedas y también los cuadrados armatostes de
metal a motor que los recorrían jadeantes. Quizás recordarán los
"degüellos" de las grandes ciudades.
Negros carricoches con capotas
enceradas y ruedas con cintillos de caucho, y el clap clap clap de las
herraduras de sus mansos caballos repicando en los lustrosos adoquines,
acompañados en primavera por el dulce perfume de azahares y los gritos
"degüellooo", burla de los chicos respondidas por algún latigazo que
sólo castigaba el aire. Imágenes que quedaron grabadas para siempre en
mi memoria. Ahora todo se compara con los modernos y confortable
vehículos que cada vez tardan menos en recorrer las distancias. Pero
antes no. Todo era lento. Y por eso, quizás por ese contraste, me
gustaba el coche motor. Parecía volar y querer salirse de las vías, con
esa apariencia de gusano plateado con quijada prominente desafiando el
espacio. El tren de palo era como se siente al pasado. Era muy lento.
Viajar todos los días. Cerrar los ojos en un pueblo y despertar en otro.
Ver cómo se suceden los paisajes sin poder detenerlos. Llueva o no
llueva.
Haga o no haga frío.
Recuerdo esa mañana helada en que el
personal de la estación encendió una enorme fogata con durmientes de
quebracho, rotos, a la vuelta de la cual nos cobijamos todos. Hacía
tanto frío que los motores diesel del coche motor mañanero no querían
arrancar, y para cuando lo lograron había amanecido, así que aterido
decidí volver a cobijarme en mi cama, que según me pareció, aun
conservaba un poco de la tibieza de mi cuerpo. Satisfecho por la "yuta",
pero sin haber podido evitar el regaño adormilado de mi madre por haber
faltado ese día al colegio. Con la misma lentitud ocurrían los
acontecimientos. Un desastre era comentado por años y los sucesos
positivos se festejaban largamente.
Después, cuando aprendí que mi
cuerpo era la medida de mi propio tiempo, entendí el por qué. Cuando
recordaba lo ocurrido me quedaba el registro de que el tiempo había
pasado muy rápido, aunque en realidad tardara mucho en suceder. Así se
ve cuando se mira atrás. El tiempo parece detenerse al contemplarlo todo
de una sola mirada. Y cuando uno viaja por su espacio interior, sin
referencia externa ni ensueños que lo distraigan, se amplía y comprende,
sintiendo el reloj de sus propios latidos. Así sucede también cuando se
transita atentamente por los recuerdos.
Lo positivo de antes con lo
positivo de ahora, lo negativo con lo negativo, así podría reconocer si
uno crece o decrece en el tiempo, aprovechando íntegramente la
experiencia. Y de algún modo y en algún momento, los actos
significativos deben reconocerse y también reconciliarse, para que nada
sin resolver nos ate al pasado y podamos enfrentar el futuro con sentido
y con toda nuestra fuerza. Por eso rememoro aquel viejo tren de palo de
mi adolescencia, porque me recuerda que en la vida todo es proceso y
que no podría llegar al hoy sin sus aportes. Es también como un
reconocimiento a esa humanidad callada de aquellos que, en silenciosa
obra, ayudaron a llegar hasta aquí. Todavía siento sus pitidos profundos
y el gemir de sus fuelles cuando arrancaba su viaje definitivo hacia el
futuro. Futuro de tiesos y brillantes museos para muchos, pero no para
mí.
Fuente: La Gaceta
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