lunes, 6 de febrero de 2012

El tren de palo

Lo tenía casi olvidado, pero al llegar a esta altura de mi vida no creo que sea acertado olvidar esas cosas. Impiden comparar correctamente, y si no se compara correctamente se desproporciona todo. Y uno ha tenido ya demasiados desbarajustes personales para permitir que por desidia le surjan más problemas.

Por eso sufre tanto la gente.

Bueno, no tan solo por eso, pero para no desviarme, mejor continúo con el tema. Quería contarles del tren de palo, como lo llamábamos entonces. Tres viejos vagones arrastrados por la vieja locomotora de vapor alimentada a leña, que todas las tardes hacía el recorrido desde la Ciudad de Concepción hasta la Villa de La Cocha, al sur de la provincia de Tucumán. Con el vagón de encomiendas donde viajaba el guarda y a veces también nosotros cuando el tren iba demasiado lleno, seguido por el coche de Primera clase, con asientos acolchados y giratorios, que permitían estar siempre en dirección de la marcha.
Y luego, como desganado y lleno de tierra, el coche de Segunda. Por ser el último, no sólo era el más viejo y descuidado, sino que recibía el impacto de la polvareda que el tren iba levantando a su paso, que salía como un embudo de tierra desde la locomotora hasta cubrir todo. El tren no sólo era de palo por la leña que consumía la locomotora, sino también porque los asientos del coche de Segunda eran de madera, largos, duros, construidos con listones de madera lustrosa, separadas entre sí, y que ni aún la gruesa campera que ponía bajo mis asentaderas lograba hacerlos confortables.
Eso sí, habría que reconocer que los largos asientos que eran para tres pasajeros no parecían tan calientes en verano, y que, acomodándose, uno podía dormir una buena siesta estirado sobre ellos. Claro que con el atento cuidado de que las chispas que entraban por las ventanillas, entreveradas con la tierra, no quemaran la ropa. El tren andaba tan lento que cuando trepaba la cuesta desde el río Marapa hacia Sacrificio, y las banquinas se ponía más parejas, con Pedro, mi compañero de estudios y también de viaje, nos bajámos y caminábamos fácilmente a la par, saludando con bromas a los pasajeros que se asomaban por las ventanillas. Pero un día en que la plaga de langostas oscurecía el cielo, en la subida, el tren patinaba tanto que amenazaba retroceder hacia el río, allí abajo, y con Pedro comenzamos a echar ripio sobre las vías para que se afirmara. Así el tren pudo seguir su avance, resoplando su chucu chucu-chucu chucu y no el chu chu chu acelerado de los pistones cuando patinaba sobre la oleosa pasta de langostas, aplastadas sin piedad por las negras y anchas llantas de hierro de la locomotora. Los pasajeros lo festejaron, quizá porque temieron el peligro, o simplemente porque contribuimos a que pudieran llegar temprano a las casas, como antes se decía, y aunque adolescentes, la tarea nos hizo sentir importantes.
Con Pedro estudiábamos en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda de Aguilares, y todos los días viajábamos los cincuenta Kilómetros desde La Cocha. Cuarenta y nueve, según indicaban los carteles. De ida, muy temprano, en el coche motor diesel, y de regreso a casa en aquel viejo tren de palo. Con ese humor tan oportuno de la gente para entretener su hastío, las sucesivas estaciones del trayecto, eran nombradas como "El jardín de Alá", "Viñas de ira", "Sacrificio" y "Lo que el viento se llevó", inspiradas en títulos de películas. "El jardín de Alá", Aguilares, por que reflejaba la ascendencia de la numerosa colectividad árabe que allí residía. Aparte de ser la población más grande del tramo ostentaba el título de "ciudad" y en ella funcionaba el Colegio Nacional donde, con Pedro, cursábamos nuestro cuarto año. Su rector, don Nabor Córdoba, era el autor de la conocida zamba "La añera". "Viñas de ira", Villa Alberdi, porque describía con su nombre el violento historial del pueblo de ingenio, la crueldad del trato con que "La montada", policía de a caballo de esa época, atemorizaba y reprimía a los obreros y peladores de caña que se retobaban, y también las trifulcas políticas entre un alcalde y un comisario, que en muchas ocasiones terminaban a tiro limpio, plaza de por medio. "Sacrificio", nombre antiguo que hasta hace poco se alcanzaba a leer sobre el verde desvaído del alero del techo de la pequeña estación ferrocarrilera, nombre real de la estación de lo que es ahora Domingo Millán, pero que describía el tramo más peligroso del trayecto: la empinada subida de la cuesta sobre las barrancas del río Marapa, anunciando también el tramo más largo, difícil y estéril del recorrido.
Antes de llegar a "El último suspiro", Huasa Pampa Norte, la penúltima estación distante a sólo siete kilómetros del final del trayecto, había que trepar las barrancas del río San Ignacio, con su cauce casi siempre seco, pero la pronunciada trepada se sentía casi como un alivio. Era una pequeña comunidad integrada por el edificio principal de la estación, ocupado por la boletería y la oficina y vivienda del jefe de estación, con un tinglado que servía de refugio para los pocos pasajeros y sólo dos o tres casas dispersas donde vivían los empleados y algunos lugareños. Y por fin, después de la amplia curva y pasando el cementerio, aparecía "Lo que el viento se llevó", La Cocha, con sus calles polvorientas y su gente siempre atenta al arribo de los trenes y de los ómnibus que partían a Catamarca, como si de ellos dependieran sus tiempos. La pequeña ciudad perdida donde terminaban las vías, reflejaba para esa época la tremenda distancia de los 120 kilómetros que la separaban de Tucumán, la capital de la provincia. Quizás ustedes no recuerden los sulkys que se estacionaban a la orilla de las estaciones para llevar a la gente a sus ranchos por los caminos polvorientos. Quizás recuerden las carretas tiradas con bueyes y cargadas de caña, los caminos de ripio, serruchados por las lluvias y el tránsito de las duras ruedas y también los cuadrados armatostes de metal a motor que los recorrían jadeantes. Quizás recordarán los "degüellos" de las grandes ciudades.
Negros carricoches con capotas enceradas y ruedas con cintillos de caucho, y el clap clap clap de las herraduras de sus mansos caballos repicando en los lustrosos adoquines, acompañados en primavera por el dulce perfume de azahares y los gritos "degüellooo", burla de los chicos respondidas por algún latigazo que sólo castigaba el aire. Imágenes que quedaron grabadas para siempre en mi memoria. Ahora todo se compara con los modernos y confortable vehículos que cada vez tardan menos en recorrer las distancias. Pero antes no. Todo era lento. Y por eso, quizás por ese contraste, me gustaba el coche motor. Parecía volar y querer salirse de las vías, con esa apariencia de gusano plateado con quijada prominente desafiando el espacio. El tren de palo era como se siente al pasado. Era muy lento. Viajar todos los días. Cerrar los ojos en un pueblo y despertar en otro. Ver cómo se suceden los paisajes sin poder detenerlos. Llueva o no llueva.

Haga o no haga frío.

Recuerdo esa mañana helada en que el personal de la estación encendió una enorme fogata con durmientes de quebracho, rotos, a la vuelta de la cual nos cobijamos todos. Hacía tanto frío que los motores diesel del coche motor mañanero no querían arrancar, y para cuando lo lograron había amanecido, así que aterido decidí volver a cobijarme en mi cama, que según me pareció, aun conservaba un poco de la tibieza de mi cuerpo. Satisfecho por la "yuta", pero sin haber podido evitar el regaño adormilado de mi madre por haber faltado ese día al colegio. Con la misma lentitud ocurrían los acontecimientos. Un desastre era comentado por años y los sucesos positivos se festejaban largamente.
Después, cuando aprendí que mi cuerpo era la medida de mi propio tiempo, entendí el por qué. Cuando recordaba lo ocurrido me quedaba el registro de que el tiempo había pasado muy rápido, aunque en realidad tardara mucho en suceder. Así se ve cuando se mira atrás. El tiempo parece detenerse al contemplarlo todo de una sola mirada. Y cuando uno viaja por su espacio interior, sin referencia externa ni ensueños que lo distraigan, se amplía y comprende, sintiendo el reloj de sus propios latidos. Así sucede también cuando se transita atentamente por los recuerdos.

Lo positivo de antes con lo positivo de ahora, lo negativo con lo negativo, así podría reconocer si uno crece o decrece en el tiempo, aprovechando íntegramente la experiencia. Y de algún modo y en algún momento, los actos significativos deben reconocerse y también reconciliarse, para que nada sin resolver nos ate al pasado y podamos enfrentar el futuro con sentido y con toda nuestra fuerza. Por eso rememoro aquel viejo tren de palo de mi adolescencia, porque me recuerda que en la vida todo es proceso y que no podría llegar al hoy sin sus aportes. Es también como un reconocimiento a esa humanidad callada de aquellos que, en silenciosa obra, ayudaron a llegar hasta aquí. Todavía siento sus pitidos profundos y el gemir de sus fuelles cuando arrancaba su viaje definitivo hacia el futuro. Futuro de tiesos y brillantes museos para muchos, pero no para mí.

Fuente: La Gaceta

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