viernes, 6 de julio de 2012

Un viaje en tren a Ameghino

Pasadas las 17.30 salí de casa. Me tomé el 118 en Humberto 1º y avenida Jujuy rumbo a plaza Miserere. Llegué a las 17.50, crucé avenida Pueyrredón y me perdí en la multitud que apresuraba sus pasos para tomar el próximo tren eléctrico con algún destino de la zona Oeste del conurbano bonaerense. Tome un poco de tiempo, me detuve unos segundos en el monumento que los familiares de las víctimas del fatal accidente de Once inauguraron ese mismo viernes 22 de junio. No era el único, los cansados cuerpos de hombres y mujeres, después de la jornada laboral, miraban láminas y carteles que algún familiar dejó estampado en el paredón del andén 1 para recordar a su ser querido.

Mientras tanto un grupo de aficionados del ferrocarril colgaban sus banderas Argentinas en el detenido tren diesel de la plataforma 6 con destino a Lincoln, provincia de Buenos Aires. Cuando la locomotora color naranja dejó de maniobrar por las dobladas vías, el personal de la estación abrió las puertas del salón de espera para que centenares de bonaerenses viajaran al noroeste de la extensa pampa húmeda.

Apurado por agarrar el asiento de la ventanilla, aceleré los pasos y subí al coche 401, clase primera. Sin luces y, completamente, a oscuras encendí la linterna del celular para ubicar la butaca 46 de color verde. Tras unos minutos de búsqueda encontré el objetivo. En seguida, se escuchó la voz del primer vendedor ambulante y, lógicamente, su primera venta del día era de linternas. Mal no le fue a este hombre de voz gruesa ya que hasta que el tren no arrancó la formación estuvo sin luces y muchos pasajeros temían quedarse a oscuras durante la travesía.



A las 18.40, la campana y el bocinazo de la máquina GT 22 anunciaban el inicio del esperado viaje. A marcha lenta, el largo tren dejaba la playa de once; y las estaciones Caballito, Flores, Floresta, Villa Luro y Liniers eran testigos presenciales del paso del convoy. Poco después, pasamos por Ciudadela, Ramos Mejía y Haedo, la primera parada.

En el interior del coche 401 todo era alegría, mate, tortas, charlas entre un grupo heterogeneo de locos por el tren que no paraban de hablar de las estaciones, máquinas, vagones, etc. Nunca pensé que el ferrocarril tenía tantos fanáticos y sobre todo jóvenes que luchan por su regreso al interior de nuestro país. En esta oportunidad, la veintena de personas iban hasta Realicó, provincia de la Pampa. ¿El motivo? Se cumplía un año de la reactivación del ramal Lincoln - Realicó.

Pasadas las 19.15 el viejo tren dejó la estación de Haedo. Digo viejo, porque es el mismo de 50 años atrás. Pasamos por Morón, Castelar, Ituzaingo, los pagos de Marcelo y Norma, Merlo, Paso del Rey y Moreno, saludando desde nuestras ventanas a los miles de pasajeros que esperaban su tren. Mientras tanto, seguían las entretenidas charlas y risas, mi compañero de asiento era un pibe de General Pico. Él iba hasta General Villegas y ahí se tomaba un micro hasta su pago. Era hijo de ferroviario, juntos recordamos aquellos mágicos años en que nuestros viejos trabajaban y vivían en las estaciones de los ferrocarriles Argentinos.
Una voz potente irrumpió en medio del bullicio: ¡Todos los pasajes y pases, por favor! Vestido con un elegante traje gris, el guarda marcaba los boletos, mientras el tren continuaba su marcha. ¡Luján! Gritó más tarde. La mole de hierro aumentaba su velocidad y bajó la atenta mirada de la morena virgen, la formación seguía rumbo a su próxima estación, Mercedes.

La noche era fría y la débil calefacción del coche primera atenuaba un poco el ambiente del vagón. Uno de los chicos sacaba fotos todo el tiempo, él tiene una página sobre trenes: plataforma catorce se llama. Ya eran cerca de las 21, y el «tan tan», «tan tan» de la campana se repetía en cada estación. Suipacha, Chivilcoy, Alberti, Mechita y Bragado fueron las siguientes paradas.

En Bragado, el tren se detuvo unos quince minutos, bajamos un rato al anden principal mientras los operarios realizaron el cambio de máquina. Sólo dos vagones siguieron hasta Lincoln y otros tres seguían viaje rumbo a Pehuajó. Aprovechamos el parate y compramos unas pizzas de muzzarella, brindamos con cerveza y vino, todo por la vuelta del tren.

El frío no daba tregua, era cada vez más intenso y nos obligó a reforzarnos con más abrigo. El paso del tren era lento y la calefacción no tiraba nada de calor. Afuera no se veía nada, sólo las ramas, las cañas, que golpeaban las rotas ventanillas, y algún zorrino que dejaba su marca nos indicaban que estábamos perdidos en el corazón de la pampa.

Llegamos a los Toldos, pueblo de Eva Perón, a las 2.00 de la mañana, el tren estaba atrasado una hora y en Lincoln nos esperaba el otro con destino a Realicó. El guarda pasaba cada tanto para anunciar las futuras paradas y el que vendía gaseosas y pebetes, ni el rastro dejó. ¡Lincoln! Gritó por última vez, el hombre de gris y con cara de sueño. Eran las tres de la mañana. Bajamos el equipaje y nos mudamos a los vagones portugueses adquiridos para hacer este trayecto. Todos nos quedamos asombrados por el impactante tren y su cuidado, nos aprestábamos para el recorrido final.

Pinto, Granada y Ameghino. Eran las seis de la mañana y en medio de la oscuridad bajé de la formación. Allí estaba mi viejo. Cómo si el tiempo no hubiese pasado jamás. Me dirigí a la imagen de la virgen de Luján, la que aún mantiene el rosario que mi vieja le colocó cuando Cecilia , mi hermana, se fue a estudiar a La Plata. Ahí, entonces, comprendí que nunca me fui, que siempre estuve en el mismo andén, la misma estación. Ameghino, mi casa. Mientras el tren salía rumbo a Realicó.

Juan Mansilla. 26 de junio 2012.
Dedicado a todos los ferroviarios de Ameghino, especialmente a Alberto López y sus familiares.

Fuente: Plataforma Catorce.

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