Este viaje también demoraba 16 horas hace 103 años, cuando Julio A. Roca terminaba su presidencia y los vagones eran de madera. Mirá el video de la llegada del tren a Buenos Aires.
Sergio Carreras
De nuestra Redacción
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"Si tuviera 50 años menos saltaría por la ventanilla y me iría a mi casa”. Dirijo una mirada llena de piedad hacia la abuela autora de semejante deseo y no puedo evitar pensar dos cosas: si salta, y tiene la suerte de no ser planchada por un acoplado reventado de soja, se va a estropear el peinado: estamos detenidos sobre un puente elevado, a unos 20 metros de la avenida. Segundo, si la señora tuviera 50 años menos, no le haría falta semejante destreza porque hace rato que habría llegado a destino: 50 años atrás el tren a Buenos Aires no demoraba esta módica eternidad con la que condena a sus pasajeros en 2008.
En unos minutos, a las 13.30 del jueves último, llegaremos a la estación Retiro, en Buenos Aires, exactamente 16 horas y 30 minutos después de haber salido de la ciudad de Córdoba. Más que bajar nos arrojaremos del vagón luego de haber dedicado los últimos 990 minutos de nuestras vidas a una aventura que nuestros abuelos, en 1938, hacían en solamente nueve horas. O que nuestros bisabuelos, en 1914, cumplían en 13 horas. ¿Cuándo este raid demoraba 16 horas? Hace 103 años, cuando Julio A . Roca recién terminaba su presidencia y viejas locomotoras tiraban de una ristra de vagones de madera. Y todavía así nos ganaban por 30 minutos.
Tres años de resurrección. El convoy Rayo de Sol a Buenos Aires resucitó hace tres años luego de haber estado enterrado más de una década gracias al descubrimiento menemista de que las futuras generaciones argentinas no necesitarían trenes.
El 18 de marzo de 2005 la locomotora volvió a correr, de la mano del gobierno de Néstor Kirchner y su apoyo a la empresa Ferrocentral, nacida de la unión de Nuevo Central Argentino y Ferrovías. Esa noche la cobertura del trayecto demoró 14 horas y media. En ese viaje festivo que incluyó cantores de ópera, promotoras ceñidas y humoristas que corrían por los pasillos esquivando a mozos que no dejaban mano sin copa de champán, se anunciaron compromisos hasta hoy incumplidos: en seis meses la duración del viaje sería de solamente 12 horas y bajaría a 10 cuando se terminara una obra de circunvalación en la ciudad de Rosario.
Treinta y siete meses después, el viaje demora más que cuando se reinició el servicio, no se amplió la cantidad de vagones para pasajeros, solamente hay dos trenes por semana hacia Buenos Aires y para asegurarse un boleto hay que ser un argentino previsor: es necesario comprarlo con un mes de anticipación. Para viajar esta semana, compré el pasaje el 17 de marzo, y aquel día ya quedaban pocos. El ticket lleva adosada la leyenda en letras rojas: “Con motivo de reparaciones que se realizan en las vías, el tren podrá demorar su arribo a Retiro”. Menos mal que lo advierten. Pero la señora que quería saltar por la ventanilla no parecía haber leído el aviso.
Sólo para almas sensibles. Nuestro tren partió el miércoles a las 21.14 desde la Estación Mitre sin la clásica despedida de novias y abuelos y perros que persiguieran la máquina mientras se alejaba en el andén. La postal era más apropiada para un operativo policial de contención de barrabravas: un centenar de personas encerradas en un corralito agitaban las manos tratando de acertar el saludo al familiar que fueron a despachar.
Apenas me acomodé en mi butaca, las primeras imágenes del resto de los pasajeros me ayudaron a descubrir después por qué luego de 990 minutos de viaje sólo había una señora fuera de quicio y no centenares de personas que corrieran enardecidas y con antorchas por los pasillos: este tren que dos veces por semana transpira a paso lento entre La Cañada y el Obelisco no es un medio de transporte. Es un paseo recreativo, algo así como un parque en movimiento. Es una cápsula del tiempo, la única posibilidad que hoy existe para retroceder décadas y experimentar cómo viajaron nuestros antecesores, en los mismos vagones, sobre las mismas vías y con la nariz adherida a las mismas ventanillas que ellos. ¿No es una propuesta tentadora?
Porque, bien mirado, con las corridas cotidianas, los trabajos de horario completo, las plagas psicosomáticas, las tareas escolares de los chicos, las caídas de pelo, el precio del tomate y la nafta, ¿quién lleva una vida tan ordenada como para planificar un viaje de negocios o de salud, con un mes de anticipación?
La respuesta la tenía ahí, en el resto de los asientos. Familias enteras con termos de dos litros, parejas de jubilación compartida preparadas como para un campamento en las sierras, jóvenes y viejos absorbidos por libros de 700 páginas, estudiantes de cine que perseguían a los mozos con una camarita. Nadie tenía apuro alguno por llegar. Es más, si un empleado de la empresa ferroviaria hubiera subido a informar que algún obstáculo estiraría el viaje un día, era muy probable que a ninguno se le moviera un pelo.
¿Un ejemplo? Mi compañera de asiento, con auriculares que le brotaban de la camisa y una novela romántica de medio kilogramo en las manos. En las butacas delanteras, una familia que incluía abuela, padres y nietos no dejó un momento de repartirse facturas, mates y caramelos, casi una fiesta de cumpleaños rodante. En Villa María subió un hombre de unos 65 años, de Morón, que vino a visitar a su hermano. Luego de contarme un increíble encuentro en las sierras de Nono con un buzo que trabajó con Jacques Cousteau, declaró su aversión eterna al tren bala con el que el Gobierno nacional espera reemplazar este tren sin percutor ni gatillo: “Lo que hace falta es un tren que ande bien y pare en todos los pueblos, qué bala ni bala”.
–¿No le molesta que el viaje demore tanto?
–Para nada. Viajo cuando consigo pasaje. Ahora llego a Retiro y de ahí me tengo que ir a Once y de ahí a Morón. Pero prefiero esto que arriesgarme a matarme en un colectivo.
Cómodamente majestuoso. A las 21.30 vinieron a invitarnos al coche comedor, donde por 20 pesos cualquier valiente podía enfrentarse a una tarta de jamón y queso, una pata de pollo post piquetes sojeros y un postre tricolor. “Esto ‘ta buenísimo”, me dijo mi compañero de mesa, que no conforme con tamaña temeridad pidió media docena de empanadas para llevarse al asiento. El mozo lo eligió para que completara una encuesta sobre la calidad del servicio y no a mí, que le había preguntado de qué campamento de refugiados habían traído el escueto muslo pollense que pusieron en mi plato.
El comedor se llenó en pocos minutos y salí a recorrer el tren. Es bastante corto, apenas cuatro vagones de asientos y uno de camarotes. Los pasajeros de la clase turista –habitantes de un vagón desangelado, desprovisto de lo que se llama glamour y, sobre todo, de aire acondicionado– se derramaban hacia el pasillo con caída de niños y paquetes.
De a ratos el tren avanzaba a paso de hombre. De hombre lento y algo afectado de salud. Por momentos se detenía, luego iba marcha atrás, después se paralizaba de nuevo, volvía a pasar por un lugar que ya habíamos superado hacía 10 minutos, entró a Rosario en una dirección y salió en reversa y en varios tramos de vía se sacudía como los caballos de Jesús María, categoría crina limpia. Casi todo el trayecto viajamos ocultos por la niebla y, al día siguiente, a la hora del desayuno, el tren había sido tragado por una nube hambrienta. Los más aventureros esperaban que, al despejarse el vapor, descubriéramos que todavía seguíamos en Córdoba.
La lentitud del tren no alcanza para disimular que se trata de una nave cómoda, simpáticamente anticuada y con restos de majestuosidad. Todos parecen entender que se trata de un viaje para hacer sin relojes. Para correr están los aviones y los colectivos.
Luego de atravesar una exuberante y lastimera colección de villas de emergencia brotadas junto a las vías y de estar detenido en el puente –no, la buena señora no saltó–, el tren llegó a Buenos Aires temblando. La Capital tiene que agradecer que los turistas extranjeros llegan por Ezeiza y no en estos vagones: de lo contrario sus simulacros europeos quedarían por el suelo. Quizá la bandera del tren bala que hoy agitan sobre la tribuna de las promesas sea todo lo buena que dicen. Si es así, se trata de un excelente motivo para ir ya a conseguir un ticket para este viejo y lento tren. Ya habrá tiempo, después, para chocarse contra el futuro.
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