martes, 2 de febrero de 2010

Alto Valle del Rio Negro: Una historia de trenes y vinos

Bien al sur, donde el ferrocarril le ganó al desierto y generó un suelo fértil.



Aunque suele ser menos considerada por su producción vitivinícola que Cuyo o el NOA, la región patagónica atesora su propio pasado de pioneros, esos que forjaron una industria en el desierto salvaje. La llegada del ferrocarril y el aprovechamiento de los ríos fueron fundamentales para transformar los otrora inhóspitos valles fluviales de Río Negro y Neuquén en oasis productivos.

La historia del vino está llena de curiosidades, pero pocas tan interesantes como la vitivinicultura patagónica. Pocos saben que el Alto Valle del Río Negro le debe la existencia de su riqueza y su población a un proceso que no deja de ser paradójico: un ferrocarril emplazado de apuro para llevar tropas hacia una abortada guerra con Chile tuvo como corolario la construcción de un formidable sistema de represas y canales financiada por ese mismo ferrocarril para fomentar el desarrollo agrícola y la inmigración masiva.

Logrado el segundo propósito, la industria vitivinícola se aquerenció en esa ecología de privilegio, creció y llegó a tener una época dorada, pero las sucesivas crisis y el posterior auge de otras alternativas más rentables la llevarían hasta hacerla casi desaparecer.


Una guerra que no fue

La génesis de semejante singularidad tiene su origen en 1881, cuando se firmó un tratado para establecer el límite definitivo entre los territorios de la Argentina y Chile, pero su texto no fue claro y se generaron controversias por la posesión de los territorios australes. La situación se volvió muy tensa a partir de 1894 y ambas naciones se embarcaron en una carrera armamentista que prenunciaba el inminente conflicto bélico. Los militares argentinos tenían buenas razones para sentirse más inquietos: una división chilena podía traspasar la frontera en horas, pero su equivalente de este lado de la Cordillera debía cruzar una meseta árida e inhabitada de 1000 kilómetros para arribar al mismo lugar.

La decisión del gobierno nacional no se hizo esperar, y el 16 de marzo de 1896 se firmó el contrato con el Ferrocarril del Sud, la empresa ferroviaria más grande de Sudamérica. La construcción de 554 kilómetros de vías en zona desértica, y con la premura del caso, no era una tarea sencilla. Pero el viejo ferrocarril inglés cumplió los plazos y, en algo más de dos años, a un promedio de unos 800 metros diarios a pico y pala, casi sin maquinarias pesadas, los rieles surcaron los suelos patagónicos, desde Bahía Blanca hasta la confluencia de los ríos Limay y Neuquén. No obstante, para 1899 el fantasma de la guerra se había disipado. ¿Qué hacer con semejante infraestructura? Había que atraer inmigrantes para generar riquezas agrícolas y pecuarias que le dieran un sustento económico, aprovechando la cercanía de varios ríos caudalosos. Luego de largos años de estudios y proyectos se impuso la idea del ingeniero italiano César Cipolletti: levantar un dique sobre el río Neuquén y construir un canal de 130 kilómetros para bañar el Alto Valle por su lado norte. La monumental obra, iniciada en 1910, contó con la asistencia técnica, operativa y financiera del Ferrocarril del Sud, que facilitó un préstamo al gobierno para encarar los trabajos. Hacia fines de esa década el riego ya estaba funcionando y las actividades productivas se consolidaban rápidamente, en tres especialidades básicas: la alfalfa, los árboles frutales y la vid.

La edad de oro

Aunque hoy resulte difícil de creer, Río Negro fue la tercera provincia argentina en materia de uvas y de vinos -después de Mendoza y San Juan- por más de 50 años, hasta que la situación crítica del sector en el decenio 1985-1995 aniquiló a sus últimos productores independientes. Con excepción de Canale, no hubo, durante mucho tiempo, otros establecimientos o marcas que representaran a la provincia en las góndolas. Sin embargo, la historia de la vitivinicultura patagónica tuvo su propia edad de oro durante el período 1920-1960, cuando la región llegó a contar con 260 bodegas pequeñas, medianas y grandes, que elaboraban vinos de buena calidad y de variedades nobles.

La inclinación por las uvas más finas ha sido siempre una característica del terruño austral, ya que desde los comienzos del siglo XX sus viñateros interpretaron correctamente que el clima de la región era muy propicio para cultivar cepajes como malbec, merlot, pinot noir y semillón. Así lo testimonian algunos ilustres viajeros europeos que recorrieron la zona, como los expertos franceses J.A. Doleris (1910) y Louis Ravaz (1916). Ellos hablan en sendos libros de una ecología excepcional para la vid, sana y luminosa.

Tanto en las épocas de mayor desarrollo en superficie (17.000 hectáreas hacia 1968) como hoy (4000 hectáreas), el viñedo rionegrino tuvo como protagonistas las cepas más destacadas.

Lamentablemente, aquella coyuntura de "mucha cantidad y baja calidad", propia de los años setenta, no perdonó a los tranquilos productores locales, quienes intentaron llevar adelante un modelo de volumen acorde a los tiempos que corrían, pero impracticable en una región fría. Eran los días del vino burdo en damajuana, cuando muy pocos eran capaces de valorar la elegancia que otorga a los racimos el clima fresco y moderado de los viñedos del Sur. Ese contexto, sumado a una política comercial demasiado cerrada y localista, determinó la imposibilidad de competir con Mendoza y San Juan, y la mayoría de sus protagonistas no tuvo más remedio que erradicar los viñedos para plantar peras y manzanas.

¿Y qué pasó con las bodegas? Recorriendo el Alto Valle se pueden ver aún los cascos de muchas de ellas, abandonadas, pero aún impactando por su envergadura, solidez y calidad de construcción, como enormes fantasmas que se niegan a desaparecer: Barón de Río Negro, La Mayorina, Bagliani, Del Hierro y Palmieri. Debieron pasar muchos años para que tan noble y laboriosa actividad floreceriera nuevamente.

Y, así, los últimos tiempos han sido testigos del retorno de los vinos australes de la mano de nuevos emprendimientos en la región. En Neuquén, el gran enclave bodeguero se sitúa en San Patricio del Chañar, donde conviven las bodegas Del Fin del Mundo, NQN, Familia Schröeder, Valle Perdido, Familia Grittini y Secreto Patagónico. Un poco más al Oeste, en Añelo, se ubica Universo Austral. La vecina provincia de Río Negro atesora la historia centenaria de la siempre vigente Canale, a la que se suman Infinitus, Estepa, Chacra, Noemía, Agrestis, Chacras del Sol y Familia Basanta, todas ellas en el Alto Valle. Hacia el Este, la vitivinicultura de calidad también resurge en los establecimientos Rivus, en Darwin, y Océano, en Viedma.

Pero la generosa Patagonia del vino no se agota allí; también hay que moverse hacia los extremos geográficos para conocer lo que está haciendo la Bodega del Desierto en 25 de Mayo, La Pampa, sobre el río Colorado (un terruño patagónico por historia y por geografía). Finalmente, vale la pena el "tirón" más largo hasta El Hoyo de Epuyén, en Chubut, donde Bernardo Weinert elabora los vinos más australes de América, mientras experimenta con sus vides aún más al Sur, al borde del paralelo 43.

Eso es, en esencia, la Patagonia. La tierra que cautivó a Darwin, que inspiró a Verne y a Poe. La tierra de emociones genuinas y gratos descubrimientos.

Fuente: La Nacion.

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